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martes, 29 de julio de 2014

Poema del mes de julio. Literatura comparada: la muerte de los niños en Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado

La figura de los niños en la poesía no siempre tiene tintes idílicos o lúdicos. A veces los autores destacan las facetas más duras, como el dolor, la soledad o la indefensión. William Blake, por ejemplo, trató el tema de la explotación infantil en los poemas dedicados a los pequeños deshollinadores,  pertenecientes a  Songs of Innocence and of Experience. Otras veces será la muerte de un niño la idea central de la composición. La muerte de un niño es la de un ser humano, tenga este la edad que sea, pero lo infantil va unido en nuestra sensibilidad a lo tierno y lo frágil y por esta razón nos impacta más. La vida de un niño es una vida por vivir, inocente aún. El niño inspira simpatía y cariño y cualquier persona sensible es consciente de la indefensión en que se halla por su tierna edad y por su falta de experiencia de la vida.

En este sentido, hay dos poemas que siempre que siempre me impresionan hondamente: La carbonerilla quemada, de Juan R. Jiménez y La muerte del niño herido, de Antonio Machado. Ambos transmiten un profundo sentido trágico y un sentimiento de dolor por la injusta muerte de dos criaturas inocentes.

 La carbonerilla quemada, poema que figura en la Segunda antolojía poética (1898-1918), pertenece a la obra Historias (1908-1912). Siguiendo la tradicional clasificación de la obra de Juan R. Jiménez en tres etapas, situaríamos este poema en la primera época o sensitiva, que abarca los poemas compuestos entre 1898 y 1915. La muerte del niño herido, de Antonio Machado forma parte de las Poesías de la guerra, compuestas entre 1936 y 1939.

En el poema de Juan R. Jiménez la imagen poética y la personificación trazan el dramático cuadro de la tragedia: se produce un incendio y la carbonerilla resulta malherida, medio abrasada. El leve esbozo argumental destaca la indefensión y la soledad de la niña ante la ausencia de la madre, a la que llama en vano desesperadamente y que no puede socorrerla a tiempo.

LA CARBONERILLA QUEMADA

En la siesta de julio, ascua violenta y ciega,                        
prendió el horno las ropas de la niña. La arena                
quemaba cual con fiebre; dolían las cigarras;                    
el cielo era igual que de plata calcinada.                              
...Con la tarde, volvió -¡anda, potro!- la madre.                              
El pinar se reía. El cielo era de esmalte                 
violeta. La brisa renovaba la vida...                        
La niña, rosa y negra, moría en carne viva.                         
Todo le lastimaba. El roce de los besos,                              
el roce de los ojos, el aire alegre y bello:                            
-«Mare, me jeché arena zobre la quemaúra.                   
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca                   
ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían,                        
mare, yo te yamaba, y tú nunca benía!»             
Por el camino -¡largo!- sobre el potrillo rojo,                    
murió la niña. Abiertos, espantados, sus ojos                  
eran como raíces secas de las estrellas.                              
La brisa jugueteaba, ensombrecida y fresca.                    
Corría el agua por el lado del camino.                   
Ondulaba la yerba. Trotaban los pollinos,                           
oyendo ya los gritos de los niños del pueblo...                 
Dios estaba bañándose en su azul de luceros.

En estilo directo, la voz de la niña quemada hablándole a su madre cuando regresa, expresa el horror de la soledad más radical ante el dolor causado por las quemaduras. La pequeña carbonerilla fallece por el camino. Desolación. La brisa fresca, el agua, la hierba, las voces de los niños del pueblo son el contrapunto de la vida frente a la muerte.

El último verso, demoledor, evidencia el abandono de la niña víctima del fuego: Dios no se ocupó de ella, “estaba bañándose en su azul de luceros.”

En cuanto a La muerte del niño herido, es, para mí,  la mejor composición del grupo Poesías de la guerra. Concentra una carga dramática sin igual con respecto a las otras. El niño del poema machadiano es cualquier niño herido en cualquiera de las muchas guerras que hay en el mundo. Los noticiarios nos muestran cada día imágenes terribles de niños heridos o muertos por la ciega violencia de los adultos.

 LA MUERTE DEL NIÑO HERIDO

Otra vez es la noche... Es el martillo
de la fiebre en las sienes bien vendadas
del niño. —Madre, ¡el pájaro amarillo!
¡Las mariposas negras y moradas!
—Duerme, hijo mío. Y la manita oprime
la madre, junto al lecho. —¡Oh flor de fuego!
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, dime?
Hay en la pobre alcoba olor de espliego;
fuera la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.
—¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía?
El cristal del balcón repiquetea.
—¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría!

El niño delira en la noche por la fiebre, que le hace ver alucinaciones. El estilo directo, como en La carbonerilla quemada, potencia el dramatismo de la escena. La visión del niño -el pájaro amarillo y las mariposas negras y moradas- y las palabras dolientes de la madre nos dejan con el corazón encogido. La luna, ajena al drama, brilla con su luz blanca en la noche de guerra. El último verso, aquí también, dice lo irremediable: la fría muerte.

Este triste y bellísimo poema es más fuerte y más expresivo que cualquier alegato teórico en contra de las guerras.

 En resumen, y para terminar, nuestros dos poetas, al escoger el tema de la muerte de los niños, eligieron también contar con la figura de la madre como personaje antagónico que no puede impedir la muerte, tan solo sufrirla. Como recursos especialmente expresivos el estilo directo y el contraste entre el dolor que impregna las escenas y la impasibilidad de la divinidad y de la naturaleza.



martes, 8 de julio de 2014

Antonina Rodrigo: Mujeres de España. Las silenciadas

Ahora que estoy de vacaciones y tengo un poco más de tiempo, he estado recolocando libros, hojeándolos, mirándolos. Es el placer de reencontrarse con viejos y queridos amigos, como este libro que hoy comentaré brevemente. Hace muchos años que lo tengo. Lo compré en 1989. Lo leí entonces de un tirón y a lo largo de los años he ido releyendo algunos capítulos sueltos según me apetecía o en función de algún asunto que deseara recordar.

Hoy, al tenerlo otra vez en mis manos, he pensado que es una obra que merece que le dedique por lo menos un pequeño comentario a modo de homenaje no solo a la autora, sino también a las diecisiete mujeres españolas de las cuales Antonina Rodrigo traza un esbozo biográfico,  poniendo de relieve su carácter de pioneras, de avanzadas para su época, de luchadoras, de mujeres íntegras y valientes que contribuyeron a construir un ideal de igualdad y de libertad en medio de un clima muchas veces de incomprensión, sobre todo masculina en muchos casos. También tienen su reconocimiento aquellas otras mujeres que, a pesar de su valía y de su inteligencia, aceptaron quedarse en la sombra para que brillaran los hombres a quienes habían unido sus vidas.

La segunda parte del título, Las silenciadas, responde tanto al hecho de que después de la Guerra Civil (1936-1939) unas sufrieron el exilio exterior y otras el interior. Su voz fue silenciada. Incluso después de la muerte de Franco, exceptuando a Dolores Ibárruri, La Pasionaria, auténtico mito y emblema, la gran mayoría de las protagonistas de este libro, no ocuparon el lugar que merecen en nuestra memoria y en nuestro reconocimiento. Han tenido que ser investigadores e historiadores como Antonina Rodrigo quienes rescataran del olvido estas figuras femeninas.

Antonina Rodrigo (Granada, 1935) publicó Mujeres de España. Las silenciadas en 1978, prologado por la escritora catalana Montserrat Roig. Yo tengo la hermosa y cuidada edición de Círculo de Lectores, que es de 1988. Unas palabras iniciales de la autora, “Para esta nueva edición”, destacan el papel de la memoria como herramienta reivindicativa de “Esas mujeres que un día constituyeron la vanguardia que erosionó convencionalismo y atavismos esterilizadores”.

Pero ¿quiénes fueron estas mujeres silenciadas? Después del espléndido prólogo de Montserrat Roig titulado “La recuperación de la palabra”, capítulo a capítulo, van desfilando ante el lector en este orden Dolores Ibárruri, La Pasionaria, María Goyri, María Blanchard, Victoria Kent, Antonia Mercé, La Argentina, Zenobia Camprubí, Margarita Xirgu, María de Maeztu, Federica Montseny, María Luz Morales, Margarita Nelken, María Teresa León, María Casares, Enriqueta Otero Blanco, Maruja Ruiz, Carmen Conde y Elena Quiroga. Una breve selección de fotografías ilustra los textos y nos ofrece una imagen precisa y definida de cada biografiada.

Diecisiete mujeres muy distintas, de diversa procedencia social, cultural y geográfica. Según Montserrat Roig, “La gran mayoría de esas mujeres han vivido el exilio exterior. El resto ha sido devorado por el canibalismo legal y religioso del franquismo. Nadie como las mujeres que se quedaron en España saben lo que significa el exilio interior. Mujeres doblemente colonizadas, como cuerpo y como mente. Exiliadas en su totalidad. Tratadas como subnormales por la ley franquista, que retrocedió siglos. Devueltas a la pura naturaleza, sublimadas como “madres”, relegadas a la cárcel dorada y sagrada del hogar donde, las más inteligentes o imaginativas, ahogaban suspiros de resentimiento o resignación”.

¿Qué podría decir de cada una en esta reseña que pretende ser breve? Os invito a leer esta obra que no tiene desperdicio, pues aúna el rigor y la documentación con la amenidad. Su carácter divulgativo va unido a una certera selección de datos, hechos y anécdotas, de tal manera que esas diecisiete mujeres dejan una honda impresión en el lector.

 A título de ejemplo, citaré el enfrentamiento que se produjo en el Parlamento en 1931, proclamada ya la Segunda República, entre Victoria Kent, del partido radical-socialista, y Clara Campoamor, del partido radical, en torno al sufragio femenino. El sufragio de la mujer era atacado por el partido radical-socialista, uno de los más progresistas. Victoria Kent se manifestaba contraria a que las mujeres ejercieran este derecho, porque según ella “la mujer había vivido hasta entonces de espaldas a los problemas comunes, relegada a las tareas del hogar, con excepción de un grupo minoritario, intelectual y obrero, y que concederle el voto sin la menor restricción podía constituir un serio peligro para el régimen republicano”. Era precisa una educación previa para contrarrestar el poder que la Iglesia tenía sobre la mujer española  en aquellos años. Clara Campoamor, por el contrario, defendía la posición opuesta: el sufragio femenino era el primer paso para la emancipación de la mujer y su incorporación a la vida política. Como colofón muy ilustrativo de la visión masculina de este debate, Manuel Azaña calificó en sus memorias este enfrentamiento verbal de las dos diputadas de “muy divertido”. ¡Nada menos!

Las mujeres hemos recorrido un largo camino hacia la igualdad. Pero no es todo el camino, esto lo sabemos bien. En el origen están estos diecisiete testimonios, diecisiete ejemplos de valor y de autenticidad. Diecisiete mujeres que merecen ser recordadas y valoradas. La actual posición de las mujeres en la sociedad y en la política española –en la que debe avanzarse muchísimo más- no ha surgido de la nada. La obra de Antonina Rodrigo nos lo recuerda.

martes, 1 de julio de 2014

Sobre un romance de Góngora: Amarrado al duro banco...

Góngora (Córdoba 1561-1627) ,como otros poetas del Siglo de Oro, cultivó el romance culto, que, manteniendo el estilo, las formas del romance popular anónimo y bastante de su espíritu, destaca por el cuidado de la forma, la atención a los detalles y por la sonoridad de la versificación.

 El romance, género literario nacido en el siglo XIV, ha llegado a convertirse en el transcurso de los siglos en el emblema de la poesía hispánica popular de todos los tiempos. Composición poética de carácter épico-lírico, aúna el relato de hechos o el apunte de una escena con la expresión de sentimientos o emociones o, incluso a veces sin expresarlos, los despierta en el oyente o lector. Entre la variadísima temática tratada por los romances viejos,  encontramos aquellos que se vinculan más directamente a la épica y a los hechos históricos cercanos en el tiempo a la época de su composición, como los noticieros, fronterizos y moriscos.

Como señalan Blanco Aguinaga, Rodríguez Puértolas y Zavala en la Historia social de la Literatura española (vol. I), los héroes del romancero anónimo son seres humanos inmersos en un mundo que a veces les es ajeno y hostil, ante el cual se encuentran solos en su lucha por sobrevivir. El mundo medieval ha quedado atrás, y la radical soledad del héroe no hará sino agudizarse en su camino hacia un destino trágico o hacia la frustración de sus deseos y esperanzas. La religión y la fe ya no constituyen un apoyo firme ni un amparo ante la adversidad.

Fiel a los temas y al espíritu del romancero popular, don Luis de Góngora pinta una escena llena de vida y emotividad que recrea el drama vivido por quienes tenían la desgracia de ser capturados por los turcos en el siglo XVI. El romance  Amarrado al duro banco de una galera turquesca aparece fechado en 1583 en las Obras completas de Góngora editadas por Aguilar en 1972 (recopilación, prólogo y notas de Juan e Isabel Mille y Giménez), al igual que el siguiente romance La desgracia del forzado. Se trata de dos composiciones inspiradas en hechos históricos relativamente cercanos a la vida del autor.

Amarrado al duro banco
De una galera turquesca,
Ambas manos en el remo
Y ambos ojos en la tierra,
Un forzado de Dragut
En la playa de Marbella
Se quejaba al ronco son
Del remo y de la cadena:
«¡Oh sagrado mar de España,
Famosa playa serena,
Teatro donde se han hecho
Cien mil navales tragedias!,
»Pues eres tú el mismo mar
Que con tus crecientes besas
Las murallas de mi patria,
Coronadas y soberbias,
»Tráeme nuevas de mi esposa,
Y dime si han sido ciertas
Las lágrimas y suspiros
Que me dice por sus letras;
»Porque si es verdad que llora
Mi captiverio en tu arena,
Bien puedes al mar del Sur
Vencer en lucientes perlas.
»Dame ya, sagrado mar,
A mis demandas respuesta,
Que bien puedes, si es verdad
Que las aguas tienen lengua,
»Pero, pues no me respondes,
Sin duda alguna que es muerta,
Aunque no lo debe ser,
Pues que vivo yo en su ausencia.
»¡Pues he vivido diez años
Sin libertad y sin ella,
Siempre al remo condenado
A nadie matarán penas!»
En esto se descubrieron
De la Religión seis velas,
Y el cómitre mandó usar
Al forzado de su fuerza.

Durante la segunda mitad del siglo XVI las costas españolas sufrieron graves incursiones de la armada otomana y de los corsarios berberiscos. En el contexto del enfrentamiento entre los Habsburgo y los Valois, Francia estableció una alianza con Turquía para tratar de defender sus intereses en el Mediterráneo frente a España. Turquía, por su parte, aprovechó esta alianza para servir sus propios intereses en el Mediterráneo occidental. Los otomanos hacían alarde de poder sembrando el terror, arrasando poblaciones costeras, como fue el caso de Ciutadella de Menorca en julio de 1558,  y capturando esclavos para obtener luego un rescate, utilizarlos como remeros en las galeras o llevarlos a Turquía como parte del botín. Derrotados en Lepanto en 1571, los otomanos desaparecen al fin del Mediterráneo occidental.

El personaje de nuestro romance es “un forzado de Dragut”. Dragut (1514 – 1565) – o Turgut Rais-, corsario del imperio otomano, inició su carrera con Barbarroja. Dirigió diversas operaciones contra las costas italianas y españolas hacia 1550, y en 1552 fue nombrado gran almirante. Por consiguiente, si nos atenemos a los datos biográficos de Dragut y a las palabras del protagonista del poema, podríamos situar la escena representada en el romance gongorino alrededor de veinte años antes de la composición del texto poético.

Las tristes palabras del forzado pintan un cuadro de desesperanza. Diez años esclavizado, remando en la galera, encadenado al banco, sobreviviendo en una soledad interior tan brutal que no tiene otro interlocutor que el “sagrado mar de España”, al que invoca pidiendo noticias de su esposa. El brusco final, como en los romances viejos,  potencia la carga emotiva del poema y muestra la situación sin salida en la que se halla el personaje: al divisar las naves cristianas que podrían liberarle, es obligado por el cómitre a remar con más fuerza para huir rápidamente. No hay salvación para él. Su bello parlamento es en realidad una reflexión existencial.

La maestría del gran poeta cordobés en el uso del lenguaje poético ha convertido este romance “de cautivo” en uno de los más bellos romances cultos de la literatura española, que, además, al igual que los tradicionales romances moriscos y fronterizos está inspirado en hechos históricos de la época del autor. Góngora, con su arte, recrea las formas del romance viejo con un nuevo lenguaje de elaboradísima sencillez y provoca en el lector la misma inolvidable emoción que tantísimos romances tradicionales nos hacen sentir aún.