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domingo, 19 de febrero de 2012

Montserrat Roig: L'agulla daurada


Acabo de terminar L’agulla daurada, de la escritora y periodista catalana Montserrat Roig. El 10 de noviembre de 2011 se cumplieron veinte años de su temprana muerte, a los cuarenta y cinco años de edad. El mejor recuerdo que podemos dedicar a un escritor es leerlo, introducirnos en su mundo a través de la palabra escrita.
L’agulla daurada evoca a través de testimonios el sitio de Leningrado, actual San Petersburgo, por las tropas nazis entre 1941 y 1943. El origen de esta obra se halla en la invitación de Ediciones Progreso de Moscú a la escritora en 1980 para que escribiera un libro reportaje sobre el sitio de la ciudad. Montserrat Roig permaneció allí durante dos meses recogiendo testimonios, documentándose, entrevistándose con supervivientes del asedio. El resultado de aquel viaje y de los contactos que allí mantuvo con las personas que aceptaron revivir los dolorosos recuerdos de aquella tragedia fue esta obra que es a la vez muchas cosas: un viaje en el tiempo, un documento humano e histórico de primer orden, una evocación de momentos y personajes esenciales de la cultura rusa, que en aquel entonces se denominaba soviética, y un texto literario magnífico.
El libro se divide en tres partes. En la primera, titulada “El segon Rasputín” la autora llega a San Petersburgo y conoce a su primer guía, un joven ruso llamado Nikolai, un peculiar intérprete que rara vez está sobrio. Nikolai la acompaña al principio de su estancia en la ciudad y en sus primeros contactos con algunas personas que aportarán su testimonio. Pinceladas de la vida cotidiana soviética de 1980, evocación histórica de la fundación de San Petersburgo y de la monumentalidad y la belleza de la ciudad, recuerdos del gran poeta Pushkin, presencia constante a lo largo del libro, son el preámbulo de todo cuanto sigue en la segunda y en la tercera parte. “Petersburg”, la segunda parte, evoca la figura de Dostoievski y nuevamente la de Pushkin y la historia de su casamiento y su muerte en un duelo. Además, un nuevo guía acompaña a la escritora. Finalmente, en la tercera parte, "Les criatures de l’infern", comienza realmente el relato de los testimonios del sitio de Leningrado.
“A poc a poc, vaig entrar dins l’infern dels records dels altres. La ciutat blanca es tornà tenebrosa. I la gent adulta que caminava ara pels carrers tenien per a mí el rostre dur i tallant de la memòria.
Em vaig adonar que hi havia dues clases distintes de testimonis del bloqueig: els que t’explicaven la Història gran –que sovint et treu el passat com un tros de lluç del congelador- i els que es referien als fets de cada dia i t’acostaven al present.”
Los habitantes de Leningrado no contemplaban la posibilidad de verse envueltos en una guerra hasta que Hitler atacó la URSS por sorpresa entre el 21 y el 22 de junio de 1941.
Diuen que l’estiu de 1941 va fer molta xafogor i que el sol picava fort. Però cap al 9 d’agost començaren a bufar els vents tardorals, que sovint arriben per ponent, I la temperature disminuí de manera sensible. Als parcs hi havia una tofa de fulles mores que el vent arrossegava. I, de lluny, se sentía un brogit somort: era la guerra que avançava cap a les terres del nord.“
Pero no puede decirse que tuvieran la guerra a las puertas de su casa hasta que el ejército alemán rodeó la ciudad para derrotarla condenando a la población a morir de hambre. La crónica de Montserrat Roig sobre el cerco de Leningrado es la crónica del hambre y de la muerte, pero también la de la dignidad y  la de la resistencia heroica de miles de rusos. Resistencia para no dejarse morir, para salvar a sus familias, a sus amigos, a los demás, en una palabra. Muchas personas a pesar del hambre mortal, de la desnutrición, de la carencia total de fuerzas, aún encontraban en sí mismos un último aliento para  colaborar con la ciudad para hallar comida donde fuera. Según las cifras que los soviéticos aportaron al tribunal de Nuremberg, en Leningrado murieron de hambre 632.000 personas.
L’agulla daurada contiene muchas historias personales, fruto de las entrevistas de Montserrat Roig con las personas que accedieron a relatar sus experiencias. Cada vida contada es una lección de humanidad, como la de la poetisa Olga Berggolts o la de Raïsa Livovskaia, por citar dos ejemplos. Quienes sobrevivieron al bloqueo de Leningrado fueron una generación marcada por el hambre y la destrucción y -lo más terrible-  por haber sido testigos de grandes crueldades contra niños y contra hombres y mujeres civiles, totalmente indefensos. Los supervivienes sufrieron daños físicos irreversibles, daños psicológicos y mentales que no se borrarían jamás.
En mi opinión, L’agulla daurada constituye un testimonio impresionante de la intrahistoria de la que hablaba Unamuno, o lo que es lo mismo, de la verdadera historia, esa que no cuentan los manuales ni la historia oficial, porque es la de los seres humanos en su realidad y en su individualidad. La magnífica prosa de Montserrat Roig recrea un tiempo y unas experiencias que no debemos olvidar. Conocer y comprender la historia nos hace más personas, antes que otra cosa.

viernes, 10 de febrero de 2012

La cueva de Altamira vista por Rafael Alberti

Me falta tiempo para leer y releer todo lo que me apetece. Suelo leer varios libros a la vez, a diferente ritmo, en función del interés o del apremio o del tiempo que puedo dedicar a la lectura. Ahora estoy leyendo una obra de André Maurois y otra de Montserrat Roig, que posiblemente comentaré más adelante. Pero siempre hay algo más, algo de poesía, páginas, capítulos de libros que por alguna razón he consultado.
Releyendo fragmentos de La arboleda perdida de Rafael Alberti me detuve en  el capítulo 7, donde relata la situación de crisis personal por la que pasó en 1928 y a raíz de la cual fue invitado por José María de Cossío a pasar unos días en una casona que tenía en Tudanca. Desde allí realizaron algunos paseos y excursiones por lugares cercanos. Fueron a Santillana y después visitaron las cuevas de Altamira. Alberti pudo visitar la cueva auténtica, no la reproducción que actualmente se muestra al público a fin de preservar la verdadera e impedir que se estropee en un año lo que se ha conservado durante miles.
Transcribo las impresiones del poeta, frescas, vibrantes, ante la visión de las imágenes que contempló en el interior de la cueva:
De Santillana, creo, salimos en auto para un encuentro emocionante: los bisontes, ciervos y jabalíes de la caverna de Altamira. Lloviznaba. Nos paramos al borde de un camino ante la casucha del encargado de la cueva, que era, por cierto, un cura. Protegidos por su paraguas rojo, atravesamos unos campos sembrados, rasos, sin señales de nada. De pronto, al bajar un declive del terreno, surgió una puertecilla. ¡Quién lo hubiera pensado! Por allí se penetraba al santuario más hermoso de todo el arte español. A oscuras, empezamos a descender hacia el fondo de la tierra. Una luz se encendió, pero seguimos caminando por un pasillo estrecho, más en pendiente cada vez y húmedo. Yo ni me atrevía a respirar, observando las rocas laterales, deseoso de descubrir algún indicio de lo que íbamos a ver. Nada. De repente, unos ocultos reflectores se prendieron. Y, ¡oh maravilla! Estábamos ya en el corazón de la cueva, en la oquedad pintada más asombrosa del mundo. Recostados sobre las grandes piedras del suelo, pudimos abarcar mejor, ya que es baja la bóveda, aquel inmenso fresco de los maestros subterráneos de nuestro cuaternario pictórico. Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones del agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala. Era como el primer chiquero español, abarrotado de reses bravas pugnando por salir. Ni vaqueros ni mayorales se veían por los muros. Mugían solas, barbadas y terribles bajo aquella oscuridad de siglos. Abandoné la cueva cargado de ángeles, que solté ya en la luz, viéndolos remontarse entre la lluvia, rabiosas las pupilas.

Me gusta releer, saborear fragmentos que adquieren de repente vida, que saltan ante mis ojos, como diciendo: “Aquí estoy, no pases de largo, fíjate bien en lo que digo, que antes pasaste por aquí sin verme.” Y me detengo y entonces creo que vale la pena recordar y divulgar los autores que me gustan a través de sus textos. Si alguien me lee, puede que luego sienta la curiosidad de leer La arboleda perdida, si no conoce la obra, o cualquier otro texto de Rafael Alberti, porque, en definitiva, el placer de leer es el placer de ir de aquí y de allá, de divagar un poco y de perderse y reencontrarse. 

sábado, 4 de febrero de 2012

Poema del mes. Febrero. Rafael Alberti

¿Por qué será que me gusta tanto la nieve, que me hace tanta ilusión? Tal vez porque nací en invierno o quizá porque  al poco de llegar a este mundo se produjo aquella gran nevada del 56 que yo, lógicamente, no pude disfrutar. Tengo de ella los recuerdos de mis padres, los de la gente que la vivió, las fotos… Unas imágenes inusuales de la isla de Menorca, toda cubierta de una gruesa y mullida capa de nieve. ¡Cuánto me habría gustado ver aquello que nunca más ha vuelto a producirse! Hemos tenido breves y ligeras nevadas, muy de vez en cuando, como la de hoy, que apenas cubre las plantas, como un tenue velo blanco sobre los árboles. Nada espectacular, y sin embargo estoy escribiendo junto a la ventana para no perderme nada de esa magia y ese encanto que tiene la nieve al caer. Lo que dure, aunque sea poco, quiero disfrutarlo.
Rafael Alberti en Sobre los Ángeles escribió un poema titulado Nieve viva, emotivo y de corte surrealista, como todos los que componen el libro. Es un hermoso texto muy apropiado para esta mañana de febrero, en que cae la nieve y el petirrojo se refugia del frío viento.
NIEVE VIVA
 Sin mentir, ¡qué mentira de nieve anduvo muda por mi sueño!
Nieve sin voz, quizás de ojos azules, lenta y con cabellos.
¿Cuándo la nieve al mirar distraída movió bucles de fuego?
Anduvo muda blanqueando las preguntas que no se respondieron,
los olvidados y borrados sepulcros para estrenar nuevos recuerdos.
Dando a cenizas, ya en el aire, forma de luz sin hueso.


¡Hay tantos poemas que me gustan en Sobre los ángeles¡ No puedo resistir la tentación de incluir también el poema en dos momentos titulado El ángel de las bodegas. Me agrada especialmente el primero.
EL ÁNGEL DE LAS BODEGAS
1.
Fue cuando la flor del vino se moría en penumbra
y dijeron que el mar la salvaría del sueño.
Aquel día bajé a tientas a tu alma encalada y húmeda,
y comprobé que un alma oculta frío y escaleras
y que más de una ventana puede abrir con su eco otra voz, si es buena.

Te vi flotar a ti, flor de agonía, flotar sobre tu mismo espíritu.
(Alguien había jurado que el mar te salvaría del sueño.)
Fue cuando comprobé que murallas se quiebran con suspiros
y que hay puertas al mar que se abren con palabras.
2.
 La flor del vino, muerta en los toneles,
sin haber visto nunca la mar, la nieve.

La flor del vino, sin probar el té,
sin haber visto nunca un piano de cola.

Cuatro arrumbadores encalan los barriles.
Los vinos dulces, llorando, se embarcan a deshora.

La flor del vino blanco, sin haber visto el mar, muerta.
Las penumbras se beben el aceite y un ángel la cera.

He aquí paso a paso toda mi larga historia.
Guardadme el secreto, aceitunas, abejas.

Se trata de poemas propios de un buen conocedor de los vinos como era Rafael Alberti, gaditano de Puerto de Santa María, perteneciente a una familia de propietarios de vinos y bodegas, hijo de un comerciante y representante de vinos, según nos cuenta en su autobiografía La arboleda perdida.
A título de curiosidad, y pensando en quienes gustan del buen vino pero ignoran casi todo sobre el proceso de producción, aclararé un poco el vocabulario de estos poemas.
La flor del vino de la que habla el poeta es la levadura de flor de los vinos de Jerez, que aporta calidad a los finos. En el proceso de producción, el vino destinado a convertirse en fino o en manzanilla, alcanzados los 15 grados, se introduce en la barrica dejando una pequeña cámara de aire que permita respirar a la capa de levaduras Saccharomyces, surgida durante la fermentación: es la “flor”. El velo de levaduras cubre la superficie del vino aislándolo del aire e impidiendo su oxidación. Así se produce un vino de crianza biológico.

La flor se reproduce y muere constantemente, floreciendo especialmente en primavera y en otoño, y debilitándose con las temperaturas más extremas del verano y del invierno. La flor que va muriendo se decanta y se deposita en el fondo de la bota formando la madre del vino.
El arrumbador es el obrero que en las  bodegas efectúa la operación de sentar las botas o apoyarlas. En este sentido, encalar los barriles es atascarlos, impedir que se muevan. El arrumbador se cuida también de trasegar, cabecear y clarificar los vinos. Cabecear  es echar un poco de vino añejo en las cubas o tinajas del nuevo para darle más fuerza.