La figura de los niños
en la poesía no siempre tiene tintes idílicos o lúdicos. A veces los autores
destacan las facetas más duras, como el dolor, la soledad o la indefensión.
William Blake, por ejemplo, trató el tema de la explotación infantil en los
poemas dedicados a los pequeños deshollinadores, pertenecientes a Songs of Innocence and of Experience. Otras
veces será la muerte de un niño la idea central de la composición. La muerte de
un niño es la de un ser humano, tenga este la edad que sea, pero lo infantil va
unido en nuestra sensibilidad a lo tierno y lo frágil y por esta razón nos impacta más. La vida de un niño es
una vida por vivir, inocente aún. El niño inspira simpatía y cariño y cualquier
persona sensible es consciente de la indefensión en que se halla por su tierna
edad y por su falta de experiencia de la vida.
En este sentido, hay
dos poemas que siempre que siempre me impresionan hondamente: La carbonerilla
quemada, de Juan R. Jiménez y La muerte del niño herido, de Antonio Machado.
Ambos transmiten un profundo sentido trágico y un sentimiento de dolor por la
injusta muerte de dos criaturas inocentes.
La carbonerilla
quemada, poema que figura en la Segunda antolojía poética (1898-1918),
pertenece a la obra Historias (1908-1912). Siguiendo la tradicional
clasificación de la obra de Juan R. Jiménez en tres etapas, situaríamos este
poema en la primera época o sensitiva, que abarca los poemas compuestos entre 1898
y 1915. La muerte del niño herido, de Antonio Machado forma parte de las Poesías
de la guerra, compuestas entre 1936 y 1939.
En el poema de Juan R.
Jiménez la imagen poética y la personificación trazan el dramático cuadro de la
tragedia: se produce un incendio y la carbonerilla resulta malherida, medio
abrasada. El leve esbozo argumental destaca la indefensión y la soledad de la
niña ante la ausencia de la madre, a la que llama en vano desesperadamente y que
no puede socorrerla a tiempo.
LA CARBONERILLA QUEMADA
En la siesta de julio,
ascua violenta y ciega,
prendió el horno las
ropas de la niña. La arena
quemaba cual con
fiebre; dolían las cigarras;
el cielo era igual que
de plata calcinada.
...Con la tarde, volvió
-¡anda, potro!- la madre.
El pinar se reía. El
cielo era de esmalte
violeta. La brisa
renovaba la vida...
La niña, rosa y negra,
moría en carne viva.
Todo le lastimaba. El
roce de los besos,
el roce de los ojos, el
aire alegre y bello:
-«Mare, me jeché arena
zobre la quemaúra.
Te yamé, te yamé dejde
er camino... ¡Nunca
ejtubo ejto tan zolo!
Laj yama me comían,
mare, yo te yamaba, y
tú nunca benía!»
Por el camino -¡largo!-
sobre el potrillo rojo,
murió la niña.
Abiertos, espantados, sus ojos
eran como raíces secas
de las estrellas.
La brisa jugueteaba,
ensombrecida y fresca.
Corría el agua por el
lado del camino.
Ondulaba la yerba.
Trotaban los pollinos,
oyendo ya los gritos de
los niños del pueblo...
Dios estaba bañándose
en su azul de luceros.
En estilo directo, la
voz de la niña quemada hablándole a su madre cuando regresa, expresa el horror
de la soledad más radical ante el dolor causado por las quemaduras. La pequeña
carbonerilla fallece por el camino. Desolación. La brisa fresca, el agua, la
hierba, las voces de los niños del pueblo son el contrapunto de la vida frente
a la muerte.
El último verso,
demoledor, evidencia el abandono de la niña víctima del fuego: Dios no se ocupó
de ella, “estaba bañándose en su azul de luceros.”
En cuanto a La muerte
del niño herido, es, para mí, la mejor
composición del grupo Poesías de la guerra. Concentra una carga dramática sin
igual con respecto a las otras. El niño del poema machadiano es cualquier niño
herido en cualquiera de las muchas guerras que hay en el mundo. Los noticiarios
nos muestran cada día imágenes terribles de niños heridos o muertos por la
ciega violencia de los adultos.
LA
MUERTE DEL NIÑO HERIDO
Otra vez es
la noche... Es el martillo
de la fiebre en las sienes bien vendadas
del niño. —Madre, ¡el pájaro amarillo!
¡Las mariposas negras y moradas!
—Duerme, hijo mío. Y la manita oprime
la madre, junto al lecho. —¡Oh flor de fuego!
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, dime?
Hay en la pobre alcoba olor de espliego;
fuera la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.
—¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía?
El cristal del balcón repiquetea.
—¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría!
de la fiebre en las sienes bien vendadas
del niño. —Madre, ¡el pájaro amarillo!
¡Las mariposas negras y moradas!
—Duerme, hijo mío. Y la manita oprime
la madre, junto al lecho. —¡Oh flor de fuego!
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, dime?
Hay en la pobre alcoba olor de espliego;
fuera la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.
—¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía?
El cristal del balcón repiquetea.
—¡Oh, fría, fría, fría, fría, fría!
El niño delira en la
noche por la fiebre, que le hace ver alucinaciones. El estilo directo, como en
La carbonerilla quemada, potencia el dramatismo de la escena. La visión del
niño -el pájaro amarillo y las mariposas negras y moradas- y las palabras
dolientes de la madre nos dejan con el corazón encogido. La luna, ajena al
drama, brilla con su luz blanca en la noche de guerra. El último verso, aquí
también, dice lo irremediable: la fría muerte.
Este triste y bellísimo
poema es más fuerte y más expresivo que cualquier alegato teórico en contra de
las guerras.
En resumen, y para terminar, nuestros dos
poetas, al escoger el tema de la muerte de los niños, eligieron también contar
con la figura de la madre como personaje antagónico que no puede impedir la
muerte, tan solo sufrirla. Como recursos especialmente expresivos el estilo
directo y el contraste entre el dolor que impregna las escenas y la impasibilidad
de la divinidad y de la naturaleza.
No els coneixia, o , si els havia llegit, no els recordava...Què bé que t'hi hagis fixat. Ara podré contar, si s'ecau, que "El niño yuntero" de Miguel Hernández s'enmarca en una certa tradició de poemes dramàtics entorn al patiment dels infants.
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