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martes, 31 de julio de 2012

El combate interior: un tema artístico y literario

No sé muy bien por qué, pero ayer me acordé de la visita que hice al parque de Vigeland, en Oslo, hace siete años. Me impresionaron tanto la fuerza y la plasticidad de las esculturas como los temas que estas expresan. Contemplarlas de cerca emociona. El conjunto escultórico recorre todos los momentos del ciclo de la vida humana, incluso hay bellos detalles referidos a los sentimientos que unen a los miembros de una misma familia, la pasión amorosa, la complicidad, la solidaridad entre la pareja… en fin, todo lo relativo a la vida.

Hay, sin embargo, cuatro esculturas en las esquinas del puente en las que se representa a una persona y un lagarto o dragón. Tres personas luchan con la fiera y en la cuarta escultura una mujer se deja abrazar por el dragón. El combate del ser humano, hombre o mujer, con la fiera es algo que siempre me llama la atención, porque apunta a algo común en el ser humano: la lucha con su sombra o con sus miedos, la lucha con esa parte oscura de nosotros mismos, como si fuera un dragón o una fiera que puede presentar rostros diversos, pero siempre es el tormento que nos infligimos a nosotros mismos. Puede ser el enemigo que cada cual lleva dentro de sí y que a veces parece triunfar sobre nuestra racionalidad y sentido común. Puede ser algo que nos negamos a ver en nosotros mismos y que aflora a pesar nuestro. Puede ser cualquier cosa con la que uno lucha en su interior a solas y sin ayuda. Algo que necesitamos saber acerca de nosotros mismos y aceptar y reconducir, como la mujer que se deja abrazar por el dragón.


El tema de la lucha interior aparece también en la literatura. Antonio Machado en "Proverbios y cantares", parte del libro Campos de Castilla, nos dice:

XXIII
No extrañéis, dulces amigos,
que esté mi frente arrugada.
Yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.

Es la postura del hombre contenido y respetuoso, dialogante con los otros, que sin embargo mantiene una lucha a muerte con una parte de sí mismo. Como tantas personas, cuya zona oscura entabla combate con la luz de su razón.
Don Quijote, al final de la novela, en el capítulo LXXII de la segunda parte, cuando regresa con Sancho a su tierra, este alude a los combates que el hidalgo ha tenido que librar consigo mismo, enemigo más poderoso que cuantos se le hayan presentado en los muchos lances que ha vivido:
“Con estos pensamientos y deseos, subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:
—Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que, si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.
—Déjate desas sandeces —dijo don Quijote—, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.”
Cervantes recoge aquí el tòpico clásico de origen estoico, la victoria de sí mismo, que conduce a la serenidad espiritual.
Aunque quizá es el poeta Miguel Hernández quien con más fuerza y dramatismo presenta en El rayo que no cesa ese desgarro con que el ser humano vive en su interior esa feroz guerra consigo mismo:
¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?

¿No cesará esta terca estalactita
de cultivar sus duras cabelleras
como espadas y rígidas hogueras
hacia mi corazón que muge y grita?

Este rayo ni cesa ni se agota:
de mí mismo tomó su procedencia
y ejercita en mí mismo sus furores.

Esta obstinada piedra de mí brota
y sobre mí dirige la insistencia
de sus lluviosos rayos destructores.

Existe algo en el corazón humano, o más precisamente, en la mente humana, que nos lleva a entablar angustioso combate contra nosotros mismos, como si lleváramos dentro un poderoso enemigo que a veces logra doblegarnos. Puede ser, tal vez, el miedo. O los temores ciegos que en ciertas situaciones nos dominan y pueden llevarnos a la destrucción.

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